
El 8 de mayo de 1945, sobre el mediodía, aterrizaron en el aeropuerto de Tempelhof, en el casco urbano de Berlín, altos cargos militares de los tres aliados occidentales, EEUU, Reino Unido y Francia. En la devastada capital del Reich les esperaba el general soviético Gueorgui Zhúkov, cuyos soldados habían izado ya la bandera de la hoz y el martillo sobre el Reichstag. Las comitivas atravesaron Berlín hasta llegar a Karlshorst, la villa periférica donde tuvo lugar la histórica firma de la Capitulación del Tercer Reich. Fue una ceremonia de tres cuartos de hora, entre brindis de vodka o champán, según atestigua el actual museo de Karlshorst. Ahí se exhiben, además de viejos tanques rusos, el documento de la rendición incondicional de la Wehrmacht, el Ejército nazi. El día anterior hubo un acto similar en la ciudad francesa de Reims. Pero Moscú insistió en que debía formalizarse en presencia de los militares de máximo rango del país derrotado y en Karslhorst, un antiguo casino de los oficiales nazis que en los estertores de la guerra se había convertido en su cuartel general. Por parte alemana estampó su firma el mariscal Wilhelm Keitel, condenado a muerte un año después en Núremberg.
La derrota del Tercer Reich llevaba meses sentenciada. Las tropas soviéticas habían entrado en Alemania en enero. El 16 de abril habían alcanzado las afueras Berlín; algo más al sur, en Sajonia, se produjo el 25 de ese mismo mes el primer encuentro entre los aliados soviéticos y los estadounidenses. Adolf Hitler y su mujer, Eva Braun, se habían suicidado ya en su búnker el día 30, lo mismo que harían a continuación el ministro de la Propaganda, Joseph Goebbels, y su esposa Magda, tras envenenar a sus seis hijos. El 2 mayo, el general Helmuth Weidling informó a los berlineses de que el Führer les había dejado en la estacada y proclamó la rendición de la capital. La cita de Karlshorst era, para Moscú, una forma de documentar ante el país derrotado y ante los aliados el papel del Ejército Rojo en lo que en Alemania se conoce hoy por Día de la Liberación.
La Unión Soviética había sido la última potencia que se sumó a la alianza contra el nazismo. Hitler había firmado en 1939 el pacto de no agresión con Josef Stalin. Que ambos dictadores estuvieran en las antípodas ideológicas no les había impedido repartirse la Europa del este. Al Führer le convenía la neutralidad soviética para invadir Polonia. El pacto se hundió en junio de 1941, cuando Hitler sobreestimó sus capacidades y atacó la Unión Soviética. A partir de ahí fueron cuatro las potencias aliadas contra el nazismo. El coloso comunista unía fuerzas a la democracia estadounidense, la república francesa y el imperio británico. El 8 de mayo de 1945 se cerró una guerra que dejó 60 millones de muertos, 27 millones de los cuales ciudadanos soviéticos.
EEUU y Rusia, dos imperialismos hemisféricos
Por primera vez en su historia, Alemania recuerda la fecha de la Capitulación o de la Liberación con un sentimiento de abandono por parte del país que durante décadas fue su aliado incondicional, Estados Unidos. Nunca se fió de la Unión Soviética ni de su heredera, Rusia. La desconfianza hacia Moscú arranca incluso de mucho antes, como evidencia un mapa con las poblaciones donde hubo conatos de rendición alemana antes de la firma de Karlshorst. “Casi todos se produjeron en el sur, a medida que avanzaban los aliados estadounidenses por Baviera, o por Francia o incluso por el norte, con los británicos. Se dieron muy pocos casos en el este”, explica la jefa del departamento de Memoria Histórica de Berlín, Maria Bering, desde el Museo de la Resistencia contra Hitler. La población sentía pavor ante el avance del Ejército Rojo. Los bombardeos de los aliados británicos o estadounidenses cesaron con la rendición. Pero lo que siguió al 8 de mayo no era percibido como una liberación. Ni ese día ni los siguientes. Unas 860.000 mujeres o niñas fueron violadas, en su mayoría en lo que fue el sector soviético. Se abrió la veda al saqueo. A partir de 1949, con la fundación de la República Democrática Alemana (RDA), los ciudadanos germano-orientales asistieron desde lejos al milagro de una Alemania occidental que resurgía de sus cenizas. La posguerra quedó marcada por las imágenes de los soviéticos desmantelando y llevándose hasta las vías del tren del territorio bajo su dominio, mientras en el Berlín occidental, bajo el bloqueo soviético de 1948, la aviación estadounidense socorría a la población con el fenomenal puente aéreo de los ‘Rosinenbomber’, o bombardeos de las golosinas, como se les apodó, porque además de medicinas y alimentos lanzaban chucherías para los niños.
“En Alemania asistimos atónitos a la convivencia y voracidad de dos imperialismos hemisféricos, el que ya conocíamos de Rusia y el nuevo generado por la Administración de Donald Trump, que no sabemos hasta dónde llegará”, observa el director de la Sociedad Alemania de Política Exterior (DGAP), Thomas Kleine-Brockhoff. Las ansias expansionistas del presidente estadounidense se plasman no solo en lo geográfico, con sus pretensiones sobre Groenlandia o el Canal de Panamá, sino también en lo político. Su entorno apoya sin tapujos a la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD), segunda fuerza a escala nacional, en la que convergen corrientes neonazis y vínculos con la Rusia de Vladímir Putin.
El maltrecho eje franco-alemán y las secuelas del Brexit
Mientras Moscú convertía en país satélite la RDA y Estados Unidos ejercía un dominio ‘blando’ sobre la Alemania occidental, Francia y Reino Unido se olvidaron pronto de su papel como potencias tutelares sobre el país derrotado. Berlín pasó de la división primera en cuatro sectores a la partición traumática del Muro, desde su construcción, en 1961 a su caída, en 1989. Para la Alemania occidental, que Francia pasara de ser un enemigo histórico al puntal de la Unión Europea, por el llamado eje franco-alemán, es motivo de orgullo o ejemplo de superación del pasado monstruoso nazi. Que ese eje esté algo atascado se considera superable. Hay suficientes ejemplos de duos emblemáticos, desde Konrad Adenauer y Charles de Gaulle a Helmut Kohl con François Mitterrand, hasta a los de Angela Merkel con Nicolas Sarkozy o Emmanuel Macron. Del nuevo canciller, Friedrich Merz, se espera mejor sintonía que la que han tenido Olaf Scholz y Emmanuel Macron.
Alemania se ha comportado durante décadas como una potencia tímida y ahorradora en Defensa, que se ha respaldado en el paraguas atómico francés o las bases estadounidenses en su territorio. Entre los compromisos inapelables de Merz está el rearme, ya iniciado bajo Scholz a raíz de la invasión de Ucrania. Pero en Alemania no se habla de romper el gran tabú que sería ascender a potencia atómica. El hecho de que el Reino Unido bajo Keir Starmer esté acercándose a Europea, pese al Brexit, facilita que Alemania no se vea en la necesidad de abordar qué ocurrirá con el paraguas si a Macron le sucede el lepenismo.
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Enlace de origen : 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial: ¿Qué unió a las potencias aliadas contra Hitler y hacia dónde han evolucionado?