La conversión, un buen negocio

El número es tan largo que impresiona. Fueron muchas las personas que advirtieron sobre la amenaza que suponía Donald Trump para la democracia. Le llamaron de todo: «Estafador», «Hitler», «un caudillo del Tercer Mundo», «xenófobo», «mentiroso patológico»… Dijeron que tenían que impedir su ascenso al poder en el Partido Republicano. Que si no fueran capaces de hacerlo, nunca se lo perdonarían. Que ellos no eran «perros serviles». Que su amor por el país los obligaba a posicionarse contra él. Alegaban que era una cuestión moral. Un asunto de estado. Un tema de vida o muerte. Y, para ello, firmaron manifiestos, publicaron artículos en los periódicos, hicieron declaraciones y concedieron entrevistas donde argumentaban detalladamente sus razones. Querían concienciarnos sobre el problema. Nos recordaban que nos la estábamos jugando.

En ese grupo había políticos, presentadores de televisión, locutores de radio, intelectuales, economistas, historiadores, influencers, periodistas y celebridades. Y todos acabaron convirtiéndose en defensores acérrimos de ese líder peligroso del cual nos teníamos que proteger. Pasaron de las alarmas a las alabanzas. De la preocupación al entusiasmo. Del insulto al elogio. Del desprecio a la lealtad incondicional. Del disenso a la servidumbre. Algunos lo hicieron de forma gradual. Otros se cayeron del caballo con rapidez, buscando cobijo en la tierra conquistada. Unos argumentaron que se habían equivocado; otros decían que les habían informado mal. Hubo quienes incluso pidieron perdón por no haber visto la luz a tiempo. Y, por su puesto, todos descubrieron que el auténtico enemigo no era Trump, sino la izquierda y la prensa. El «deep state». El maldito «establishment».

El fenómeno de la conversión al trumpismo es fascinante y genuinamente estadounidense. Tiene elementos religiosos. No es casualidad que en MAGA, como sucede en el protestantismo evangélico, se reciba con fervor a los renacidos. Pero también existen factores económicos. Porque el trumpismo, además de un movimiento ideológico, también es un negocio. Entre los que se sumaron tardíamente a la causa había gente que tan solo quería evitar la quiebra de su empresa o incrementar sus ingresos. Con las críticas a Trump se perdían tantos votos como oyentes. Ahora los conversos ostentan cargos en el Gobierno y dirigen podcast con altos niveles de audiencia. Les ha ido bien. Defender los principios parecía muy loable, pero, desde el punto de vista político y financiero, era una ruina; se arriesgaban a perder el poder acumulado.

“El fenómeno de la conversión al trumpismo es fascinante y genuinamente estadounidense. Tiene elementos religiosos”

La conversión, además, sirvió para justificar todas las incoherencias. En la hemeroteca hallamos un catálogo inabordable. Hay vídeos circulando por ahí de Marco Rubio y J.D. Vance despotricando contra su jefe. A nadie le interesan. Son muy iluminadores en cuanto al retrato psicológico de quienes aparecen en las imágenes, sí, pero carecen de relevancia. El tren de la honestidad intelectual ya salió de la estación hace mucho tiempo. Los conversos no buscan la aprobación del pueblo; solo quieren satisfacer a una de las tribus. Por eso no les queda más remedio que radicalizarse. Es una huida hacia adelante. Sienten que han de demostrar su lealtad a toda costa, incluso permitiendo vejaciones contra sus esposas (Ted Cruz) o poniéndose bravucón con el presidente de un país invadido (J.D. Vance).

Megyn Kelly es un ejemplo magnífico. Cuando era presentadora de Fox News, Trump la tomó con ella. En el debate de las primeras primarias la desafió y, aludiendo a la menstruación, pretendió humillarla delante de sus compañeros. Kelly, quien también denunció el acoso sexual de Roger Ailes en la cadena de News Corporation, soportó la presión con dignidad. Más adelante fichó por la NBC. Durante un tiempo, la marca de Kelly (su identidad comercial) era haber sido la presentadora con agallas que “puso a Donald Trump contra las cuerdas”, como rezaba un titular de la BBC por aquel entonces. Una mujer en un medio conservador que no claudicó ante las presiones del poder. Pero la NBC la despidió por decir que no había nada malo en que un blanco se pintara la cara de negro para ponerse un disfraz de Halloween (lo cual volvió a proporcionarle un cierto atractivo ante los ojos de la derecha). Entonces montó su propia compañía y, poco a poco, fue situándose cerca de Trump. Y lo primero que hizo fue criticar a sus críticos, la fase inicial de todo buen converso. Hasta que finalmente apareció en un mitin de líder republicano afirmando que apoyaba a Trump porque este “protege a las mujeres”.

¿Cómo uno llega hasta aquí sin mostrar un atisbo de vergüenza? Ella misma lo explicó en una entrevista. Kelly fue a ver al magnate a su torre neoyorquina para solucionar las cosas. Allí Trump aceptó amablemente enterrar su hacha de guerra. Aunque le recordó, sin ironía, lo beneficiosa que había sido la polémica para ambos. En ese momento, ella lo entendió todo. Esto es un espectáculo. No hay que tomárselo tan en serio. Para eso ya están los votantes. ¿Se arrepentirán algún día los conversos? Quizás. Siempre y cuando defender los principios vuelva a ser política y económicamente rentable.

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