
Investigaciones futuras confirmarán que, sin pronunciar el nombre de esta materia, el Papa Francisco practicó una Teología Política de propio cuño que, aunque criticada en ocasiones por teólogos progresistas, se asentó en una base firmísima consistente en leer la historia y el Evangelio desde la perspectiva de las incontables víctimas destruidas por el propio hombre y por el “pecado estructural”. Si ustedes lo desean, el sospechoso concepto de Teología Política podría ser parcialmente sustituido por el de Doctrina Social de la Iglesia, inaugurada por el Papa León XIII (1878-1903).
Sobre la sospechosa doctrina y Bergoglio ya existen publicaciones, entre las que destaca “The Political Theology of Pope Francis. Understanding the Latin American Pope” (Routledge, 2023), de Ole Jakob Løland, profesor asociado de la Universidad del Sudeste de Noruega (a él nos referiremos en la segunda parte de este texto).
A primera vista, el sintagma Teología Política parece sencillo y diáfano, pero su significado y destino ha sido controvertido durante los últimos cien años. Anteriormente dispuso de importantes precedentes de filósofos, teólogos y pensadores a lo largo de la historia del Cristianismo: San Agustín, Santo Tomás, Lutero, Hobbes, Pascal, Rousseau, Hegel (el número uno), Bakunin… y tantos otros. ello sin contar al antecesor esencial, el propio Jesucristo, quién sentenció, por una parte, que lo del César no es lo Dios y viceversa (separación estricta de poderes) pero, por otra, en algún día previo a la Pascua judía del año 30, o del 33, el Galileo y un grupo de sus seguidores tomaron el templo de Jerusalén, centro del poder religioso, económico y político de los hebreos, en connivencia con la Roma que efectuó la ejecución política de la crucifixión de Jesús bajo la sentencia de sedición (título de la Cruz: “Este es el Rey de los judíos)”.
En apariencia, la Teología Política trata de la influencia de la Revelación y de la Fe sobre la vida pública, levantando para ello las banderas de la Justicia (de Dios y de los hombres), sobre todo, pero también de la Esperanza, de la Caritas y la convivencia cristiana, o de la superioridad moral en el gobierno de la sociedad (Reino/Reinado de Cristo). Esta sería la doctrina clásica.
Sin embargo, en 1922, el significado de la expresión se perfiló de otro modo merced al libro de mismo título de Carl Schmitt, pensador tradicionalista (en el plano filosófico) y contrailustrado. Dice el alemán, temporal practicante de la obediencia nazi, pero respetado teórico del Estado, que “todos los conceptos básicos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados: el Dios todopoderoso se ha convertido en el legislador omnipotente y la situación excepcional legal tiene para la jurisprudencia el mismo significado que el milagro para la Teología”.
Tirando de ese mismo hilo, llegamos a concepciones interesantes, aunque bizarras en apariencia. Así, el monoteísmo sería la base de la monarquía, y la unión mística de Cristo con su Iglesia se convertiría en el enlace moral y político del Rey con la cosa pública, y el milagro justificaría el estado de excepción, o el Dios inoperante sería el modelo de la monarquía constitucional. También el Dios inexistente (otros, por contra, dicen que la armonía de la Trinidad) constituiría la base del anarquismo, y el Cuerpo Místico de Cristo daría soporte al socialismo…
Pero viniendo a tierra, a medida que los Derechos Humanos se consolidaban teóricamente en la segunda mitad del siglo XX, el teólogo católico Johann Baptist Metz fue pergeñando lo que denominaba “Nueva Teología Política”, basada en que “una ética universal se debe arraigar en el reconocimiento incondicional de que la autoridad se halla en aquellos que sufren la injusticia, los olvidados, los abandonados por el progreso económico, científico y técnico”. En suma, los sufrientes no son “receptores y objetos de la Teología, sino su sujeto”, lo cual se entrelazó en América Latina con las teologías de la Liberación, y ahí comenzaron los problemas con la Iglesia jerárquica.
Aquí enlaza radicalmente Francisco, que, no obstante, no será un teórico dedicado a ensalzar o denigrar la doctrina de la liberación; simplemente tendrá por objetivo recordar y buscar al que sufre, acompañarlo y aplicarle su doctrina de los cuidados.
El citado Jakob Løland ha recordado en su libro que en la primera entrevista tras su elección, concedida al jesuita Antonio Spadaro en agosto de 2013, Francisco expresaba que “no podemos insistir sólo en asuntos referidos al aborto, el matrimonio gay y el uso de anticonceptivos” (palabras que cayeron como puñaladas en el pensamiento católico conservador). Acto seguido, Francisco eligió la isla de Lampedusa (punto de llegada de innumerables inmigrantes en condiciones extremas, e incluso con riesgo comprobado de muerte), como destino de su primera visita oficial fuera de Roma. Allí habló de las “embarcaciones de la muerte” ante las que el mundo presenta una “indiferencia global”.
Con esos precedentes, Løland da paso al examen, a veces conflictivo, de la Teología Política de Francisco. Por ejemplo, insiste en la continuidad entre el Papa teólogo Joseph Ratzinger y el propio Bergoglio, pero admite que el horizonte vital del Papa argentino excede con mucho la figura de aquel Benedicto XVI que abrigado con una chaqueta de punto, por friolero, escribió en su despacho papal, como había hecho durante toda su vida, alguna de las páginas más bellas e inspiradoras del Catolicismo.
También aborda el autor noruego la gran contradicción de un Papa que tuvo por contrapuntos, al menos durante un tiempo, a los mayores populistas del siglo XXI (Bolsonaro, Millei, Trump), gobernantes de los países con mayor número de católicos en el planeta. El caso de presidente Trump se recrudeció desde su inauguración presidencial en enero de 2025. Lamentablemente, Francisco se hallaba ya disminuido de fuerzas, pero quedaba en la memoria su rechazo, en el anterior mandato del americano (2016-2020), del muro de la vergüenza en la frontera con México. En aquella ocasión, el poco civilizado yanki sacudió con crueldad a Bergoglio, aunque al cabo de un tiempo acudió al Vaticano a dar la cabezada ante el Pontífice, pues en su locura no prescindía del hecho cierto del apoyo católico conservador que había recibido en las precedentes elecciones.
Pues bien, la paradoja del populismo consistía en que el propio Francisco, además de peronista, porteño, lunfardero, etcétera, recibió el calificativo de populista en numerosas ocasiones. Afinando en su análisis, Jakob precisa que las tres patas del populismo consisten en el pueblo, los gobernantes y la voluntad popular (frágil según la presión que ejercen los segundos). No obstante, a Francisco sólo le interesaba el destino del pueblo y la caridad y la solidaridad, y la esperanza que sirven de cemento para la sociedad.
Cabe anotar como coincidencia desconcertante, o puede que venturosa para el invitado, que la última persona a la que Francisco recibió en vida, el pasado domingo de Resurrección, fue el vicepresidente estadounidense Vance, hombre reconvertido desde el Evangelismo más conservador al Catolicismo. En su nueva fe, como en su religión anterior, Vance asume por partes iguales tanto la posición contra el aborto como el rechazo de las diferencias de género y de la inmigración, desafiando así que el Catolicismo sea un paquete moral completo y sin exclusión de personas.
En cuanto a los asuntos de género en el marco de la Teología Política, principalmente la mujer, el nórdico recoge críticas recibidas por Bergoglio de parte del progresismo en el sentido de que el Papa articula la idea de la mujer en abstracto, sin precisar que los problemas de las mujeres son múltiples y no siempre atendidos por el Catolicismo.
Por último, Jakob se pregunta polémicamente por el fundador de la Teología Política, por el Jesucristo de Francisco, y en particular por el Jesús de la historia, que no suele verse reflejado en los mensajes del Pontífice. Con ese presupuesto, el noruego cita críticas de, entre otros, el teólogo jesuita Jon Sobrino, importante líder de la Teología de la Liberación. Para entender este problema añadiremos aquí el aforismo de la Teología contemporánea, y de ese movimiento en particular, según el cual es tan relevante conocer “por qué muere Jesucristo y por qué lo matan”. Lo primero apunta al destino del Hijo de Dios como enviado para expiar con su muerte todo el pecado de los hombres, pero lo segundo corresponde a la comprobación de que murió como víctima de una especial injusticia política.
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Enlace de origen : La Teología Política sin nombre que acuñó Francisco: el legado de un papa acusado de populismo que se enfrentó a los líderes populistas