Mohamed Bin Salmán, el Maquiavelo del desierto que quiere comprar el mundo

En noviembre de 2017 decenas de representantes de la élite saudí recibieron una llamada de la Casa Real invitándoles a reunirse personalmente con el príncipe heredero, Mohamed Bin Salmán, en los salones de mármol resplandeciente del hotel Ritz-Carlton de Riad. En la lista había empresarios, ministros e hijos de la realeza, una ristra de cerca de 400 nombres que incluía a alguno de los hombres más ricos del mundo, como Al Walid Bin Talal, o poderosos príncipes como el comandante de la Guardia Nacional e hijo del fallecido rey saliente, Miteb Bin Abdalá. Por más que pudieran sospechar, ninguno sabía lo que le esperaba. Las suntuosas suites habían sido transformadas en salas de interrogatorio y, las salas de eventos, en dormitorios comunales con sábanas baratas. Todos los invitados estaban detenidos, por más que fuera en una cárcel de cinco estrellas. 

Con tan solo 31 años, Bin Salmán –hijo del todavía rey Salmán Abdulaziz— acababa de dinamitar el contrato social entre las élites y la monarquía saudí, algo que no se atrevió a hacer ninguno de sus predecesores desde la fundación del reino. La Casa Real describió la operación como el clímax de una “campaña anticorrupción” para recuperar 100.000 millones de dólares desfalcados por la élite rentista del país. Pero a pocos se les escapó que aquella fue también una purga en toda regla. Cuando salieron de allí, muchos de los detenidos habían perdido su estatus y todo su patrimonio, transferido al Tesoro saudí y al fondo soberano que ha comprado Telefónica. “Cuando se acabaron de recoger los pedazos, Mohamed controlaba ya el ejército, las agencias de inteligencia y todos los ministerios, además de poseer acciones en muchas de las grandes empresas del país a través de sociedades estatales”, escriben los periodistas Bradley Hope y Justin Scheck en ’Sangre y petróleo’ (Península), posiblemente la mejor biografía hasta la fecha del hombre que ha revolucionado para bien y para mal el hermético reino del desierto. 

Hasta entonces muchos habían visto en Bin Salman a un osado reformista. Había devuelto a sus cuarteles a la sádica policía de la moral, había relajado la segregación de sexos y levantado la prohibición para que las mujeres pudieran conducir. La música volvía a sonar en las cafeterías, los cines reabrían y los conciertos dejaban de ser tabú, una apertura desconocida desde que los zelotes wahabistas asaltaran La Meca en 1979 para sumir al país en el oscurantismo religioso. No solo eso. Bin Salánm aspira a devolverle a la cuna del islam su lugar en el mundo, alejando su economía del petróleo, abriéndola al turismo, levantando nuevas ciudades de corte futurista y convirtiéndolo en un actor geopolítico de primer orden. 

Un ‘millenial’ obsesionado por hacer dinero

No es un líder como los demás. A diferencia de muchos príncipes saudís, no estudió en la Sorbona ni hizo de Beirut su patio libertino de correrías, sino que optó por educarse en el Reino cerca de su padre, con las preceptivas vacaciones en Marbella y Tánger, donde Salmán, gobernador de Riad antes que rey, tiene sus palacios veraniegos. Es un millenial y comprende a la juventud saudí. De adolescente, le encantaban los videojuegos y la comida rápida. Le obsesionaba la tecnología y hacer dinero. Pero con el tiempo se convirtió también en un ávido lector de historia. Su modelo de gobernante, le dijo un día al erudito islámico Salmán al Ouda, al que acabó encerrando en régimen de aislamiento y sin juicio previo por negarse a tuitear su apoyo al bloqueo de Qatar, era el príncipe de Maquiavelo.

Sus planes no tardaron en ponerse en marcha. Semanas después de hacerse con la cartera de Defensa en 2015, ordenó atacar Yemen para aplastar la rebelión hutí que había depuesto al gobierno prosaudí en Saná. Tenía solo 29 años. “En un par de meses habrá acabado”, les dijo al rey y a sus contactos en el Departamento de Estado, según Hope y Scheck. En contra de lo que hubieran hecho sus predecesores, Bin Salmán no esperó a tener la venia de EEUU para lanzar a sus F-15. Primero atacó, luego consultó, un orden de los factores que refleja como ha ido disociándose de la tutela de Washington mientras se acercaba a Rusia y China. La guerra en Yemen –marcada por las atrocidades—continúa ocho años después.  

Implacable con la disidencia

El próximo objetivo fue Qatar, acostumbrado a ir por libre en política exterior. Con el apoyo de sus aliados árabes, Bin Salmán impuso un bloqueo al diminuto y riquísimo país de la familia Thani que no se levantó hasta cuatro años después. Para entonces ya había quedado claro que el reformismo del príncipe heredero –hoy también primer ministro– en materia social y económica no iba a tener su réplica en cuestiones políticas

El periodista Jamal Khashoggi fue brutalmente asesinado en Estambul. Cualquier conato de crítica, sofocado a las bravas con “arrestos arbitrarios” de activistas, periodistas, escritores y cualquier insensato dispuesto a levantar la voz por los derechos humanos. Las redes sociales, vigiladas y manipuladas con ejércitos de bots y agentes extraordinariamente activos, tanto que al príncipe heredero se le puso el apodo de ‘Señor hashtag’. Agunos países patalean periódicamente en señal de protesta, pero los gestos de aislamiento tienden a durar tanto como las tormentas del desierto.  

Con una cuenta corriente de dimensiones oceánicas y la intención de convertir a Arabia Saudí en uno de los mayores inversores internacionales del mundo, su rehabilitación va viento en popa. Bin Salmán ultima ahora la normalización de relaciones con Israel con la ayuda de EEUU. Ha rebajado la tensión con Irán y aspira a organizar el Mundial de fútbol de 2034. Es uno de los hombres de moda, mientras sus detractores se pudren en la cárcel o en el exilio. Y no es más que el principio porque tiene solo 38 años y ni siquiera es todavía rey. 

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