Por qué los europeos vivimos más que los estadounidenses (y no es por las armas)

Si tuviéramos que quedarnos con un único indicador que nos distinguiera de los norteamericanos, este sería la esperanza de vida. Una seña que aglutina datos económicos y sociales, trazos de cultura, costumbres, leyes o hábitos alimenticios. Un magma de circunstancias cuya esencia final es que los estadounidenses viven menos años que los europeos. Una diferencia que, además, no deja de ampliarse, y que inspira diariamente análisis urgentes y aprensivos sobre sus causas concretas.

“¿Por qué los americanos se mueren tanto?”, titulaba, a quemarropa, The Atlantic. Lo planteaba casi como una maldición. Un mal silencioso que va segando las vidas de los habitantes de la primera potencia mundial, que jamás han alcanzado la longevidad media de 79 años. Un umbral que las mujeres españolas superaron hace más de tres décadas.

Empecemos por los últimos y especiales datos disponibles. Entre mediados de 2019 y mediados de 2020, la esperanza de vida estadounidense cayó un año y medio: el mayor recorte desde la Segunda Guerra Mundial. Negros e hispanos, más afectados por el covid, perdieron el doble: en torno a tres años de esperanza de vida. En el caso afroamericano, hay que remontarse a la Gran Depresión para encontrar un descenso semejante. Del récord de más de 3,3 millones de fallecimientos, un 11% fueron causados por la pandemia de coronavirus.

Más allá de este año excepcional, lo cierto es que la esperanza de vida norteamericana dejó de crecer en 2015. Y la situación ya estaba, si la comparamos con los estándares europeos, deteriorada. La esperanza de vida en España, Alemania o Italia era similar a la estadounidense hasta 1990. Desde entonces, los europeos no hemos dejado de ampliar nuestra ventaja sobre nuestros aliados atlánticos.

Algunas particularidades norteamericanas hacen mella en estos números. A diferencia de prácticamente cualquier otra nación industrializada, Estados Unidos es un país armado, con tradición libertaria y con una historia particular y de reciente violencia, lo cual multiplicaría los incidentes policiales y elevaría la gravedad de las agresiones. Según datos de la Universidad de California Davis, cada año mueren en torno a 40.000 estadounidenses por arma de fuego. El 60% de ellos por suicidio.

Otro factor a tener en cuenta, como apunta el artículo de Derek Thompson, es que los estadounidenses utilizan mucho el coche. Cualquiera que salga de Nueva York o de Washington sabe que el coche no es una opción, sino una necesidad. En la mayoría de los estados no existe casi ninguna otra manera de moverse que no sea tu propio coche. A más conducción, más posibilidades de accidente. Los siniestros automovilísticos matan cada año a unos 38.000 norteamericanos: 12,4 por cada 100.000 habitantes. Casi cuatro veces más, proporcionalmente, que en España.

Pero se trata, en conjunto, de pequeñas muescas en la esperanza de vida. Una diferencia más fundamental, en la última década, la marcan las llamadas “muertes por desesperación”. Un conjunto de males que suelen afectar a la población rural blanca y que incluyen alcoholismo, suicidios y, sobre todo, adicción a las sustancias opiáceas. La gran plaga silenciosa que cercena cada año decenas de miles de vidas.

Argemino Barro. Iowa (EEUU)

Cuando la longevidad media descendió entre 2016 y 2017, la principal explicación, según el Centro de Control y Prevención de Enfermedades, fue el aumento de los suicidios y de las sobredosis de drogas. El suicidio subió un 33% desde 1999 hasta los 14 casos por cada 100.000 habitantes. En 2016 se convirtió en la segunda causa de muerte entre los menores de 34 años, y en la cuarta entre los adultos de 35 a 54. Normalmente había sido la décima causa de muerte en Estados Unidos.

Mientras la sociedad lidiaba con la pandemia, el otro gran monstruo, la adicción a los medicamentos opiáceos o su sustituto barato, la heroína, batía récords: 93.000 estadounidenses morían el año pasado envenenados por esta otra epidemia. Casi un 30% más que en 2019. Una crisis de salud que sigue desatada, y que ha llevado ante los tribunales a las farmacéuticas que fabricaban y colocaban sus fortísimos opioides en los congresos de medicina y en el mercado. Lo que, en circunstancias normales, se recetaría para una durísima recuperación posoperatoria, en EEUU circulaba para aliviar una migraña o un dolor de muelas, generando legiones de adictos.

La crisis de los opiáceos tiene, además, una lectura política. Los condados más afectados por esta lacra son aquellos que más simpatizaron con Donald Trump en 2016. Zonas rurales, mayoritariamente blancas y venidas a menos, lo cual ha inspirado numerosas teorías sobre una supuesta crisis existencial blanca en un país que se diversifica imparablemente y que concentra su riqueza en las ciudades.

Argemino Barro. Nueva York

Trump ya no es presidente, pero los opiáceos continúan matando como una guerra no declarada. De hecho, ha sido el incremento de muertes en este grupo demográfico el que ha reducido la esperanza de vida media en EEUU, compensando la mayor longevidad que han ido conquistando las minorías negra e hispana.

Aun así, estos y otros factores, como la dieta, resultan insuficientes para explicar el creciente hueco de longevidad entre Estados Unidos y Europa. Más allá de las medias totales, existe una importante diferencia: en Europa, la esperanza de vida es prácticamente igual en todos los estratos socioeconómicos. Un rico español tiende a vivir tantos años como un español de clase media-baja. En Estados Unidos, por el contrario, las personas pudientes viven más años que las que tienen pocos recursos. Lo cual plantea la siguiente comparativa, como escribe Thompson: que “los europeos en zonas extremadamente empobrecidas parecen vivir más años que los estadounidenses blancos o negros en el 10% de condados más ricos” de Estados Unidos.

En Europa, la esperanza de vida es prácticamente igual en todos los estratos socioeconómicos. En Estados Unidos no

Estos datos apuntan al gran déficit estadounidense, la sanidad pública. Fuente de muchos de los cuentos de terror que producen la incredulidad y el escándalo en el resto de países desarrollados. Por ejemplo: el precio medio de una noche de hospital en EEUU es de 11.700 dólares. Y no porque el enfermero que se pasa de vez en cuando a echar un vistazo cobre 2.000 dólares la hora, sino por las múltiples disfunciones de un sistema que, a diferencia del europeo, goza de poca o ninguna regulación, y donde las aseguradoras y los hospitales se enzarzan en agrias batallas por el precio de una escayola, un bypass o una simple revisión médica.

Argemino Barro. Nueva York

Como consecuencia, hay casi 30 millones de personas sin ningún tipo de seguro médico. Les sale demasiado caro. Un seguro privado para una familia de tres (doy fe personalmente) suele rondar los 1.000 dólares mensuales. Y ni siquiera lo cubre todo. La mayoría de las visitas al médico requieren un copago. Si la cosa es grave, mejor ni hablar. Es habitual que, una pareja casada, si uno de los miembros enferma de cáncer y no tiene visos de sobrevivir, se divorcie. Así el viudo o la viuda no tiene que heredar la deuda médica, muchas veces millonaria, del fallecido.

Las madres que mueren más que en Irán

Las desigualdades entre clases sociales, y con respecto a Europa, son evidentes. Una mujer estadounidense, según datos de 2018, tiene el triple de posibilidades de morir en el parto que una mujer de la Unión Europea y ocho veces más que una mujer sueca. La mortandad materna en EEUU es incluso más alta que en China, Irán o Líbano. Además es el único país industrializado donde este índice ha aumentado en los últimos 20 años.

Una mujer de EEUU tiene el triple de posibilidades de morir en el parto que una de la UE y 8 veces más que una sueca

Las causas de esta disparidad son muy diversas. Una de ellas, según una investigación conjunta de ProPublica y NPR, es que la atención médica se habría centrado casi exclusivamente en proteger, durante y después del parto, al recién nacido, de manera que la madre puede quedar, en ocasiones, relativamente desatendida. Pero hay otra razón de fondo: la pobreza. Las madres con bajos ingresos, afroamericanas y/o residentes de regiones rurales, son quienes tienen más posibilidades de perder la vida al dar a luz. Sobre todo por hemorragia o preclampsia. Una madre negra tiene el triple de posibilidades de morir que una blanca.

El resultado es que un país capaz de poner al hombre en la Luna, revolucionar las interacciones sociales desde Silicon Valley y desplegar su presencia militar en 150 naciones, arroja datos de bienestar muy inferiores a los de cualquier otra nación industrializada. Como si la grandeza de unos aspectos tuviera que ser compensada por la miseria de otros: la insignia distintiva de un país con dos velocidades.

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