Todos los milagros que nos dejamos en Afganistán: “Solo llegaron la mitad de las familias”

Mientras atiende a los clientes en una tienda de alimentación de Barcelona, Ismael lanza una súplica desesperada: “Ayúdame a traer a mi familia. Corren un grave peligro”. Tiene la tez blanca, unos rasgos orientales y un marcado acento persa. Pertenece a la etnia afgana de los Hazara, descendientes lejanos del pueblo mongol y una de las minorías chiitas más perseguidas por los talibanes. Ismael estudió filología hispánica en Kabul y trabajó como traductor durante tres años para el Ministerio de Defensa de España.

Su labor consistía en actuar de intérprete entre los militares españoles y los soldados afganos, pero también viajaba a regiones como Bālā Morġāb, donde las temperaturas rozaban los 40 grados y las emboscadas estaban a la orden del día. A finales de 2013, los militares a los que acompañaba se retiraron y él se quedó sin trabajo. Temeroso de ser delatado por los fundamentalistas infiltrados en el ejército, decidió buscar empleo en España. Llevaba varios años trabajando en Barcelona cuando los talibanes tomaron las riendas del país y ahora su esposa, su madre y sus tres hermanos permanecen en el interior de Afganistán, donde la vida de los Hazara cada día vale menos.

“Si los talibanes descubren quiénes son, puede pasar lo peor”, lamenta Ismael. “Ya han matado a otros compañeros antes. Dentro de su mentalidad, mi familia tiene la misma culpa que yo por haber trabajado para los españoles”.

Alicia Alamillos

El Confidencial ha seguido durante más de un mes los agónicos intentos de este intérprete por traer a su familia a España. Él insiste una y otra vez en que los fundamentalistas religiosos considerarían a sus familiares doblemente infieles: primero, por haber colaborado con el enemigo; y segundo, por ser Hazara chiitas. Pero lo más frustrante es que este verano se quedaron a las puertas de la salvación. Durante la caótica retirada de Estados Unidos, la familia del intérprete recibió un email del Ministerio de Defensa en el que adjuntaban un salvoconducto con unas instrucciones claras. Entre los días 22 y 24 de agosto debían coger un vuelo en el Aeropuerto HKIA de Kabul que los llevaría hasta Madrid. El Gobierno de España “esponsorizaba” a los cinco familiares de Ismael y solicitaba “amablemente a todas las autoridades que les permitan un paso seguro para que puedan llegar al aeropuerto sin demora”.

Ismael, intérprete afgano del ejército español. (Cedida)Ismael, intérprete afgano del ejército español. (Cedida) Ismael, intérprete afgano del ejército español. (Cedida)

Después de recibir el salvoconducto, la familia viajó a la Kabul, donde miles de afganos trataban de abrirse paso a empujones hacia la pista de aterrizaje. Eran escenas de pánico que abrieron los telediarios de todo el mundo. Por fin, alcanzaron el final de la cola y entregaron el salvoconducto a los guardas, que les denegaron el acceso sin mayores explicaciones. No entendían qué ocurría. A miles de kilómetros de distancia, Ismael trató de contactar con la Unidad de Crisis, creada precisamente para estas situaciones: “Hola, buenas tardes. Mi familia está detrás de la puerta del aeropuerto. Necesito saber si ustedes tienen la lista de mi familia. Llevan el salvoconducto pero les han dicho en la puerta que no están en la lista”, escribió. No obtuvo respuesta. Su hermano trató de acercar el móvil a los guardas para que el intérprete hablara con ellos, pero ninguno quiso responder.

“De los 35 intérpretes que vivimos en España desde hace años, solo han traído a las familias de la mitad de nosotros”

La esposa, los tres hermanos y la madre conservaron la esperanza y mostraron el salvoconducto a cada soldado, cada oficial y cada guarda que encontraban, y aguantaron así varios días, agitando con la mano su documento, hasta que ocurrió lo que ya advirtieron con unas horas de antelación los servicios de inteligencia internacionales: el grupo terrorista ISIS-K, la marca de Estado Islámico en la zona y enemigo de los talibanes, hizo detonar varias bombas y mató a más de 180 personas a pocos metros de donde se encontraban. La familia escapó de la tragedia pisando los cuerpos de los niños, mujeres y hombres que no sobrevivieron a las explosiones. Una imagen traumática que todavía hoy les persigue en sueños.

Otros 18 casos similares

El Confidencial contactó con el Ministerio de Asuntos Exteriores para pedirles información sobre la situación de la familia de Ismael y se les envió la documentación para analizar su caso. Por el momento, no hay explicación oficial de por qué su familia no pudo acceder al aeropuerto de Kabul. Fuentes de Exteriores reconocieron estar recibiendo cientos de correos diarios “interesándose por situaciones muy similares” y desde hace un tiempo solo hablan directamente con los afectados directos.

Cuando el intérprete contactó con Exteriores, un asesor le redirigió a otro departamento del Ministerio, cuya representante le recomendó escribir a la Unidad de Crisis. La misma Unidad de Crisis que no le había respondido durante el incidente del aeropuerto. Ismael mandó el email igualmente, pero sin demasiadas esperanzas, pues llevaba meses redactando mensajes de auxilio. “De los 35 intérpretes que vivimos en España desde hace años, solo han traído a las familias de la mitad de nosotros“, asegura Ismael. “A la otra mitad nos lo prometieron, nuestras familias se fueron a Kabul, algunos vendiendo ya todos sus bienes, pero las abandonaron a su suerte”.

Además de los más de 2.000 afganos repatriados este verano, Exteriores inició en octubre una segunda fase de extracción de unos 200 colaboradores locales de las Fuerzas Armadas. Muchas de estas familias ya se encontrarían atendidas en diferentes comunidades autónomas gracias a la llamada Operación Antígona, promovida por el Ministerio de Inclusión. Pero aún queda gente en el terreno. Por esa misma razón, el Ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, explicó que seguirían trabajando para repatriar a más colaboradores y aseguró que “no dejarían a nadie atrás”. Según recogía el periódico ‘La Razón’, el político pedía entonces discreción ante el Senado: “Hay muchas cosas que no se pueden contar de cómo lo estamos haciendo, pero se están haciendo”.

Alejandro Requeijo

Ismael forma parte un grupo de WhatsApp creado por intérpretes afganos que sufren una situación parecida a la suya y en el que comparten experiencias, contactos y noticias relevantes. Ninguno de los 18 integrantes del grupo ha tenido contacto con representantes del Ministerio de Asuntos Exteriores desde hace semanas, por lo que digieren las palabras del ministro con una mezcla de optimismo y desconfianza. Su grupo se llama ‘Cruzamos el Nilo’, en referencia al legendario relato en el que Moisés separa las aguas del Mar Rojo con tal de que su pueblo logre huir. La última esperanza de estos antiguos intérpretes recae en el mismo Gobierno para el que trabajaron años antes y esperan su llamada como quien espera un milagro de Navidad.

Rutina de miedo y ansiedad

Casi cuatro meses después del atentado en el aeropuerto, el hermano de Ismael se comunica por WhatsApp con este periódico desde una ciudad situada al oeste del país, donde vive una rutina de miedo y ansiedad constante. Este reportaje ha omitido cualquier detalle que pudiera delatar su verdadera identidad. “Dormimos con temor a que lleguen los talibanes. Hay disparos todas las noches y no sabemos qué está pasando ni a quién han atrapado”, escribe en un inglés impoluto, pues a diferencia de su hermano, él estudió filología inglesa.

En su casa, como en tantas otras, impera una sensación general de abatimiento. Las cadenas de televisión locales solamente emiten plomizas canciones religiosas, noticias autorizadas por el régimen y alguna que otra película iraní. El cine afgano ha sido censurado, las cintas de Hollywood están terminantemente prohibidas y no permiten que aparezcan mujeres sin velo en la pantalla. “La gente vive en un limbo. La mayoría de mis amigos tenían trabajo y ahora todos están desempleados. Los niños mueren de hambre, así que las familias pobres venden todo lo que tienen para comprar comida para sus hijos. Hay rumores de que algunos están vendiendo hasta sus propios bebés”. Unos rumores que la BBC ya confirmó a finales de octubre. Una familia vendió por 500 dólares a su hija recién nacida para salvar a sus otros hijos de la hambruna.

Alejandro Requeijo

La familia de Ismael teme ser objetivo de ataques suicidas y sigue con preocupación el alarmante aumento del ISIS dentro de sus fronteras. Después de los atentados contra las mezquitas chiitas de Kunduz y Kandahar, donde murieron un total de más de 140 personas, dejaron de acudir a la única convención social que mantenían: los rezos diarios. “Ahora nos preguntamos con miedo qué provincia y qué mezquita será la próxima“, explica apesadumbrado. Además, en su barrio han comenzado a desaparecer vecinos. Primero fue una mujer que trabajó como funcionaria para el anterior gobierno; después, otro señor que salió de casa y ya no volvió. También arrestaron a una joven pareja y en el vecindario se comentaba que el cadáver del chico había aparecido en plena calle. A falta de periodistas y organizaciones humanitarias en el terreno, resulta complicado diferenciar los rumores de los hechos reales.

Latigazos por no llevar hijab

En la ciudad donde vive la familia de Ismael los talibanes siguen patrullando las calles en camionetas pick-up y, si ven algo que no les gusta, ejecutan su ley allí mismo. El hermano de Ismael fue testigo de cómo un niño robaba el teléfono a una joven. La chica comenzó a gritar y una patrulla logró capturar al menor. Los talibanes le preguntaron a la joven si el teléfono que llevaba el ladrón en el bolsillo era suyo y, cuando esta confirmó sus sospechas, uno de ellos sacó su pistola y disparó a la mano derecha del niño.

“Todos los presentes se sorprendieron y nadie pudo capturar el incidente porque sucedió muy rápido y porque todos tenían miedo de filmarlo o tomar fotografías“, explica en inglés el joven Hazara. Ante la falta de medios de comunicación y organizaciones humanitarias, los fundamentalistas religiosos estarían cometiendo constantes violaciones de los derechos humanos. Uno de los castigos ejemplares que sí trascendieron a la prensa internacional fue el de los cuatro hombres a los que colgaron a plena luz del día. Los ahorcados tenían unos papeles pegados a la espalda en los que se leía: “Esta es la pena por secuestrar”. Era una declaración de intenciones. Los talibanes serían, al mismo tiempo, fiscales, jueces y verdugos.

Amador Guallar

La hermana pequeña de Ismael no sale de casa y apenas come. Su vida, asegura, ha perdido todo el sentido. Cuando los talibanes tomaron la ciudad, ella cursaba una carrera de ingeniería agrícola que se vio obligada a abandonar. Las autoridades religiosas de su región solamente permiten que las mujeres trabajen en los sectores de salud y educación, así que ella se pasa el día estudiando. Es la única lucha que puede permitirse ahora mismo. Educarse a sí misma. Fuera de su casa la situación se ha vuelto extremadamente represiva y los patrulleros no dudan en castigar en público a aquellas mujeres que no cumplan con sus estrictas normas de vestimenta. “Hace un mes dieron latigazos a una mujer en la calle por no llevar hijab”, escribe el mayor de los tres hermanos que se quedaron en Afganistán.

La llamada fantasma de España

Sus padres, unos campesinos que cultivaban trigo en las montañas y poseían algo de ganado, siempre les inculcaron la importancia del estudio. Igual que su hermana pequeña, el mediano de la familia también estudiaba en la Universidad. Precisamente, se encontraba a un semestre de obtener su licenciatura cuando los talibanes tomaron su ciudad. “Era un estudiante brillante. Iba a obtener una beca. Ahora la universidad está cerrada y ve su futuro arruinado”. Varias semanas después del atentado del aeropuerto, un representante del Gobierno de España les comunicó que serían evacuados desde la frontera de Pakistán. Al parecer, los militares pakistaníes habían incluido sus nombres en una lista de extracción, por lo que cuando volviesen a llamar debían estar preparados y acudir inmediatamente a la ubicación que les indicaran. ¡Qué alivio sintieron! El hermano explica que la madre había rejuvenecido con la idea de volver a ver a su hijo después de tantos años. La familia vendió la mayoría de sus bienes por cantidades irrisorias de dinero, lo mínimo para financiar su huida, y volvieron a hacer las maletas. Pasó un día. Dos. Una semana. Pero el teléfono no volvió a sonar. Tampoco llegó ningún email.

Ahora se acerca el invierno y apenas han logrado comprar la mitad de las pertenencias que vendieron. “El gobierno de España nos ha quitado cualquier esperanza de sobrevivir en Afganistán. Ahora mi madre teme no volver a ver a su hijo jamás. Cada día que pasa nuestro hogar se parece más a una ciudad fantasma”, lamentaba el hermano. Ismael no ha visto a su mujer desde que vino a España. Ocho largos años en los que no ha dejado de pensar en ella. Dice estar emocionalmente destrozado, pero sigue intentando traerlos a cualquier precio. Durante las dos últimas semanas ha recibido algunas llamadas alentadoras, como la de un antiguo compañero del ejército que vio su foto en un artículo que comentaba su caso. El militar aseguró estar dispuesto a ayudarlo y le facilitó información útil para gestionar de manera individual una extracción, pero nada parece definitivo, nada es seguro. El periodista Habib Khan denunciaba que militantes talibanes se estaban haciendo pasar por organizaciones de rescate y ejecutando a aquellos que intentaban huir del país.

Amador Guallar

Este periódico ha contactado con el Ministerio de Asuntos Exteriores para preguntarles por qué no funcionó el salvoconducto la primera vez y por qué no volvieron a llamar a esta familia cuando preparaban su frustrada extracción desde Pakistán.

Ismael todavía recuerda las montañas afganas de su infancia, donde los termómetros registraban temperaturas muy por debajo de los 0 grados y ningún cultivo sobrevivía al invierno. Con los primeros vientos del verano llegaban los nómadas pastunes, que invadían sus tierras y dejaban que las cabras comieran sus cosechas de trigo. Si alguien se quejaba, blandían los fusiles AK-47 y los amenazaban, “tú preocúpate por tu vida, que eres una Hazara”, o les insultaban con motes despectivos, “fuera de aquí, hijos de Gengis Kan”. Ismael no creía que los acuerdos de paz iniciales entre talibanes y Hazara fueran a durar mucho tiempo, pues la rivalidad entre sunitas y chiitas venía de muy lejos. Tampoco creía en el blanqueo de imagen que habían tratado de proyectar los fundamentalistas ante los medios internacionales. Él aún guardaba en su memoria la amenaza que lanzó un comandante talibán veinte años atrás, antes de la llegada de las tropas estadounidenses: “Los tayikos tienen que abandonar Afganistán e irse a Tayikistán, los uzbekos a Uzbekistán, y los Hazaras al cementerio”.

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