Afganistán, cuando las cámaras se fueron: “Aquí solo hay terror y asesinatos”

Han pasado dos meses desde la dramática salida de Estados Unidos y sus aliados occidentales de Afganistán. Poco a poco, las cámaras internacionales han ido abandonando el país al tiempo que los talibanes perdían el foco mediático. Aún quedan un puñado de corresponsales, pero los periodistas locales han huido del país o han pasado a la clandestinidad. Como los miles de afganos que colaboraron con el invasor, tratan de mantener la esperanza de poder escapar al extranjero. Pero según pasan los días, su confianza se deteriora. Nadie va a venir a rescatarlos. Escondidos y con miedo, los que se quedaron atrás cuentan un relato de terror y muerte. Esta es su historia.

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Una puerta los separaba de dos destinos incontestables. Quedarse fuera significaba aceptar el fin de su existencia profesional como periodistas. Cruzarla era escapar hacia un futuro sin garantías, pero posible, en un país donde no tendrían que renunciar a las pocas libertades que la difunta República Islámica de Afganistán les había ofrecido, ahora desaparecidas con el regreso del Emirato talibán. Una puerta, la del antiguo aeropuerto Hamid Karzai, para la que muy pocos tenían llave y que se cerró con el despegue del último avión de evacuación occidental.

Los que se quedaron a las puertas no tardaron en darse cuenta de que, desde ese momento, estaban en un nuevo Kabul. Los extranjeros que les habían denegado el paso al aeropuerto se marchaban dejándolos a merced de la soga yihadista que muchos, especialmente los periodistas, ya sentían alrededor del cuello, conscientes de que si conseguían evadir el castigo de los talibanes tendrían que renunciar a su profesión —uno de los pocos destellos de la libertad durante la fallida democracia— o aceptar las verdades monolíticas del Emirato.

Desde ese día, la situación ha ido deteriorándose, como demuestran las fotografías de las palizas a periodistas publicadas en diversos medios tras las manifestaciones de principios de septiembre en Kabul, donde varios grupos de mujeres reclamaban sus derechos. “Muchos medios de comunicación han cerrado. Algunos por las dificultades financieras y otros por miedo a los talibanes, cuya censura es tajante y excesiva”, explica F.A.M, todavía escondido en la capital, recalcando cómo “la autocensura” también está acabando con la profesión.

“Mis colegas y todas las personas que han trabajado en los medios estamos pasando por el peor momento de nuestras vidas”

F.A.M es uno de los muchos periodistas que se quedó atrás y que sigue queriendo escapar, pero que no cuenta con los medios, recursos o contactos necesarios para conseguirlo. La agencia local de noticias para la que trabajaba no estaba vinculada a ninguna organización extranjera. Eso le cerró la puerta en el aeropuerto y se la sigue cerrando ante muchas de las embajadas y organizaciones internacionales, las cuales siguen colapsadas recibiendo miles de peticiones de asilo.

“Mis colegas y todas las personas que han trabajado en los medios estamos pasando por el peor momento de nuestras vidas”, añade. Una afirmación nada gratuita viniendo de alguien que ha vivido en primera persona décadas de guerra y múltiples atentados. “Estamos en peligro de que, en cualquier momento, nos muelan a palos o nos maten. Ni siquiera podemos ir al mercado a vender lo poco que nos queda para comprar alimentos. Si no conseguimos huir, no sé qué será de nosotros”, concluye.

Vida de terror

Miles de los colaboradores de las fuerzas extranjeras también han sido abandonados a su suerte. Su relato desde el Afganistán bajo control de los talibanes es un cuento de horror y miedo. Durante semanas, utilizaron frenéticamente sus contactos en el exterior para tratar de salir del país. Ahora prefieren mantener un perfil discreto y piden que no se utilice su nombre por miedo a represalias.

“Hemos visto muchas escenas en los medios y en la vida real de cómo los talibanes están dándole palizas a la gente, matando a algunas personas”, relata a El Confidencial un excolaborador de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) que está escondido en Kabul con su esposa y tres hijos a la espera de lograr que un avión los traiga a España. Vivían en una provincia del interior del país y viajaron en agosto a la capital tratando de montarse en los aviones de evacuación occidental. No lo consiguieron. “Cientos, miles de personas como yo y mi esposa, que era profesora universitaria, perdimos nuestro trabajo. Enfrentamos una situación económica terrible, con escasez de alimentos, productos básicos, sin casa. Cada minuto que pasa, nuestra fe se apaga“, lamenta.

“Muchos perdieron sus trabajos y otros muchos se fueron del país. La crisis económica está aquí. Ya había mucha gente pobre, sin acceso a agua potable o vivienda. Ahora va a ser mucho más complicado estos días. Todo el mundo, educados y sin educar, todos tratan de huir. No hay esperanza de futuro para ellos ni para sus hijos. La situación empeora cada día“, avisa el excolaborador.

La llegada de los talibanes congeló el flujo de dinero, el desempleo y la inflación se disparan mientras la moneda local afgani se desploma

El testimonio se repite entre varios de los afganos que no lograron salir. Sin los fondos de la comunidad internacional que han soportado la economía doméstica durante décadas (llegó a suponer el 40% del PIB), la crisis humanitaria del país es inminente. La llegada de los talibanes congeló el flujo de dinero, el desempleo y la inflación se disparan mientras la moneda local afgani se desploma. Más de 18 millones de personas, casi la mitad de la población afgana, necesitan ya de asistencia humanitaria, y se espera que con la llegada del invierno el hambre se expanda por el país agrícola, al que la combinación del coronavirus, la sequía y la llegada de los talibanes. El Fondo Monetario Internacional calcula una contracción de la economía afgana del 30%. Los peores escenarios predicen que más del 90% de la población afgana podría caer por debajo de la línea de pobreza el próximo año.

“Todo ha cambiado muy rápido en el último mes. Todo el orden ha sido abolido. Hay escenas horribles. Los talibanes tratan a la gente muy violentamente y la gente está sufriendo“, explica Qandigul, afgano de 50 años y también excolaborador de la AECID en el país. Él logró escapar por los pelos del atentado del ISIS-K que sacudió el aeropuerto de Kabul a finales de agosto y más tarde, como muchos otros, decidió volver con sus cinco hijos a su provincia natal, Badghis. Allí es incapaz de volver a trabajar por miedo a la represión talibana y porque la mayoría de las agencias de ayuda humanitaria o cooperación han sido cerradas.

El régimen ha ido imponiendo rápidamente su versión radical del islam, que ha permeado a todos los aspectos de la sociedad. La música, el deporte, la ciencia. Muchos afganos que creían en la democracia son ahora disidentes. Es el caso de Shokram, quien vive una situación desesperada. “Los talibanes están buscando a gente cuyos nombres estén en una lista por todo el país [no solo Kabul], cuenta desesperado el joven afgano de 26 años, que tiene a su cargo a su madre de 48 años y sus hermanas menores de 20 y 16 años. Por miedo a las represalias de los talibanes, deben cambiar de escondite cada pocos días, explica. “[El nuevo Afganistán] es solo terror y asesinatos“.

Éxodo, culpabilidad y desconfianza

La derrota del periodismo afgano y de la libertad de expresión en Afganistán no solo se mide con la desaparición y censura de los pocos medios que han sobrevivido al resurgimiento del Emirato. También con el futuro incierto que les espera a los periodistas que huyeron del país perdiéndolo casi todo y sin saber muy bien qué va a ser de ellos.

“Mi hermano, periodista, no pudo escapar. ¿Cómo puede uno sentirse a salvo sabiendo que sus allegados están en peligro de muerte?”

Emocionalmente destrozados, muchos de los informadores consultados se sienten sumidos en un sentimiento de abandono moral, incerteza social y culpabilidad por haberlo conseguido mientras muchos familiares y amigos no lo hicieron. “Mi hermano pequeño también es periodista. No consiguió salir a tiempo. En estos momentos no es fácil pedir asilo”, explica desde Francia el periodista afgano H.Z., quien también tiene a sus padres en Afganistán. “¿Cómo puede uno sentirse a salvo sabiendo que tus allegados siguen estando en peligro de muerte?”, reflexiona.

Gracias a un salvoconducto de la embajada francesa cruzó la puerta del aeropuerto el 25 de agosto y logró llegar a París con su mujer e hijo pequeño. “Pronto nos mandarán a vivir a la zona de Mont-de-Marsan”, añade, preocupado por la incertidumbre laboral y porque perdió “todo el dinero durante la evacuación”. Ahora, después de haber sido investigados por las autoridades galas, se enfrentan a una nueva vida en la capital del departamento de Landas, perteneciente a la región de Nueva Aquitania donde el Gobierno francés lleva reasentando a afganos desde 2001.

Sin embargo, para otros periodistas el calvario del éxodo continúa. Huir solo fue el primer paso de un camino que también está trabado por la desconfianza de los que les han abierto las puertas. Desde el estado norteamericano de Nuevo México, Zameer, otro periodista que huyó con su familia y con lo puesto, explica vía mensaje telefónico y a través de una aplicación cifrada que “todo parece ir bien”, sin querer decir nada más sobre su futuro profesional o vital, ya que se encuentra sumido en un proceso de investigación para pedir asilo que no garantiza la permanencia en Estados Unidos.

“Tenemos que proteger a los estadounidenses. Nadie quiere que se repita otro 11 de septiembre”

Una preocupación más que real teniendo en cuenta la respuesta de la bancada del Partido Republicano después de la debacle de la evacuación en Kabul. “Queremos hacer constar nuestra máxima preocupación sobre el proceso de investigación de los evacuados, así como sobre la veracidad y fiabilidad de la documentación para establecer su historial criminal”, según se lee en la carta que cuarenta congresistas republicanos enviaron el pasado 9 de septiembre al presidente norteamericano, Joe Biden.

Nuevo México cuenta con dos de los seis centros militares que dan cobijo a los más de 50.000 afganos que han llegado a tierras estadounidenses, según datos del Departamento de Estado. La base aérea Holloman, en el condado de Otero, acogiendo a 5.000 evacuados, y el centro de entrenamiento de Fort Bliss, en Chaparral, albergando a unos 14.000 expatriados que, como Zameer, están ahora sujetos a la desconfianza hecha pública por parte de los representantes de un país que acaba de perder la guerra más larga de su historia.

“Tenemos que proteger a los estadounidenses. Nadie quiere que se repita otro 11 de septiembre”, aseguró recientemente la representante republicana del 2ª distrito de Nuevo México, Yvette Herrell, a la cadena CBS. Este tipo de injustas sospechas generalizadas buscan ligar a los recién llegados, la mayoría niños por aquél entonces, con los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Y convenientemente olvidan a las 174.000 víctimas mortales y los millones de desplazados que la intervención internacional liderada por Estados Unidos dejó en un Afganistán donde, como muchos otros sueños de la fallida democracia, el periodismo libre ha sido sacrificado y derrotado.

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