De Nobel de la Paz a acusado de genocidio en dos años: el último fracaso de los Nobel más polémicos

El 10 de diciembre de 2019 todo le parecía ir bien al primer ministro de Etiopía. Acababa de anunciarse el Nobel de la Paz para Abiy Ahmed Ali por “sus esfuerzos para alcanzar la paz y cooperación internacional”. El año anterior había logrado firmar un acuerdo de paz con la vecina Eritrea, acabando por fin con uno de los conflictos más enquistados de África. La comunidad internacional se contagiaba de la Abiymanía que ya había arrasado alegremente Etiopía. Era un gobernante que prometía modernizar, democratizar y abrir a la inversión extranjera el país más grande de África Oriental, y a las palabras acompañaban los primeros hechos. Poco más de dos años después, toda esa imagen parece haberse derrumbado: el pasado lunes, Abiy Ahmed Ali juró su nuevo mandato de cinco años tras unas polémicas elecciones y en medio de una guerra civil en la región de Tigray, con miles de personas víctimas de abusos y del hambre, acusaciones de limpieza étnica, desplazados internos y fuertes estallidos de violencia y represión en otras regiones.

El caso de Abiy es solo el último de una amplia serie ‘fracasos’ del premio, que, por su propia naturaleza, son los más polémicos de los que otorga la Academia del Nobel, con permiso de los de literatura. Aung San Suu Kyi permitió luego la persecución contra los musulmanes rohingyas en Myanmar. El expresidente Juan Manuel Santos recibió el galardón por la firma de unos acuerdos de paz con las FARC cuya aplicación está en tela de juicio. El líder israelí Menachem Begin, el ganador de 1978 por los acuerdos de Camp David, anunció la invasión del Líbano en 1982. El líder soviético Mikhail Gorbachov, que ganó el Nobel en 1990 por su papel pacificador al final de la Guerra Fría, envió tanques en 1991 para detener la independencia de los países bálticos. Henry Kissinger lo compartió en 1973 con el revolucionario vietnamita Le Duc Tho por sus intentos de poner fin a la guerra en la península asiática pese a que al mismo tiempo bombardeaba el país. Barack Obama también está en la lista de los más polémicos.

Algunos piden que se retiren los premios si el ganador sale ‘rana’. Otros, que se salten una de las directrices del testamento de Alfred Nobel, que especifica que el receptor o receptora no haya muerto, y esperar a que el barniz del tiempo coloque a cada uno a su lugar y pula los méritos de cada uno.

Las dos almas del premio

Según los criterios que dejó escritos en su testamento Alfred Nobel, el galardón debe reconocer a quienes hayan contribuido “a la eliminación o reducción de armamento, al hermanamiento de los pueblos y a la paz en el último año”. Sin embargo, a lo largo de la historia, y quizá por los primeros ‘fracasos’ de los ganadores del premio, esa noción ha ido evolucionando hacia activistas o incluso organizaciones humanitarias. “La primera parte del criterio no es ya tan importante. Los parámetros de lo que significa ‘paz’ han sido muy ampliados en los últimos años, tanto que ahora incluso incluyen políticas medioambientales”, explica a El Confidencial el profesor Torbjørn Lindstrøm Knutsen, de la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología y experto en Premios Nobel.

Algunos críticos señalan que la elección de este tipo de nombres no encajaría con el espíritu de un Nobel cuyo objetivo es premiar esfuerzos en el ámbito de la pacificación. Uno de ellos es Fredrik Heffermehl, autor de varios libros sobre el Nobel de la Paz y profundamente crítico con el premio y el Comité Noruego. Según Heffermehl, “el Comité Noruego ha decidido ignorar el testamento de Nobel y la parte de la reducción de armamento global, que es la idea real del premio”, explica por teléfono a este diario. “La labor del Comité no es elegir a alguien de las 300 nominaciones que reciban cada año, sino promover una cierta mirada sobre la paz mundial y cómo promoverla a través del desarme mundial”, insiste.

Alberto Olmos

La labor de asociaciones como el Programa Mundial de Alimentos (WFP, en inglés) de la ONU, Premio Nobel de la Paz 2020, no acaba, en la práctica, con ningún conflicto, sino que “alivia un sufrimiento” o “crea conciencia” sobre un tema determinado. La inclusión de activistas entre los galardonados por el Premio Nobel de la Paz comenzó en 1952, cuando el ganador fue Albert Schweitzer, fundador de un hospital en Gabón. Le siguieron nombres como Desmond Tutu, Andrei Sajarov o Teresa de Calcuta. Pero, precisamente, estas personas son las más cómodas para el Nobel, pues generalmente no generan mucha polémica. ¿Quién puede estar en contra de que den el Nobel a Denis Mukwege, un ginecólogo que ha dedicado su vida a ayudar a superar las secuelas de violaciones y torturas a mujeres en el Congo?

Elegir, en cambio, a alguien que pueda favorecer la paz o acabar con un conflicto violento, sin poder esperar a que el barniz del tiempo coloque las cosas en su lugar, está abierto a atraer la polémica.

Abiy, en su discurso de aceptación del Nobel, declaró que la guerra era “el epítome del infierno” y que hacía a los hombres “amargos, sin corazón y salvajes”. “Es difícil imaginar una caída en desgracia mayor que la de Abiy Ahmed. Desde las celebradas alturas del Nobel de la Paz a un paria en apenas dos años”, afirma Cameron Hudson, investigador del Centro para África del ‘think tank’ Atlantic Council. “Esta no es la primera vez que Occidente ha sido seducido por la promesa de un líder de ‘nueva generación’. Y no es la primera vez que ha sido defraudadas [las expectativas] por ese líder”, añade.

Momento de la jura de Abiy en Adís Abeba. (Reuters)Momento de la jura de Abiy en Adís Abeba. (Reuters) Momento de la jura de Abiy en Adís Abeba. (Reuters)

Porque en muchos casos, como en el de Aung San Suu Kyi o el propio Abiy, el premio se utiliza como una forma de estímulo y aliento, una manera de decir que hay alguien mirando y aplaudiendo lo que parecen, como asegura Hudson, líderes de nuevo cuño en países en desarrollo político. El propio comité lo señaló en la nota de prensa publicada tras el anuncio de la elección de Abiy: “No hay duda de que algunos pensarán que el premio de este año se ha dado demasiado pronto. El Comité Noruego del Nobel cree que es ahora cuando los esfuerzos de Abiy merecen reconocimiento y necesitan estímulo”.

Empieza a tomar fuerza precisamente una corriente que pide que los premios se den de manera póstuma —pese a que el testamento especifica que los galardonados tienen que estar vivos—. “Todos los humanos son falibles, y solo después de la muerte se puede medir sus vidas completamente. Otorgar el premio póstumamente y donar el dinero del premio a una causa u organización asociada con el legado del ganador es la forma menos mala de promover la elusiva búsqueda de la paz”, sostiene el ‘Wall Street Journal’ en una reciente columna. “Se ha acusado mucho al Nobel de precipitarse. Una lección: cuando hay dudas, mejor esperar”, sostiene otra del ‘Financial Times’, en relación con el caso de Abiy.

¿La maldición del Nobel prematuro?

¿Es que no hay manera humana de hacer avanzar un país sin que el poder termine por corromper lo que parecía un genuino intento por hacer bien las cosas? El viaje a los infiernos de Abiy, y el camino que tome en los próximos meses ahora que comienza oficialmente su segundo mandato, pueden dar una respuesta a esta pregunta casi nihilista.

Alicia Alamillos

Cuando Abiy se convirtió en primer ministro de Etiopía tras la dimisión de su predecesor, víctima de las abrumadoras protestas que sacudieron el país en 2018, emprendió una ambiciosa lista de reformas. Sacó de la cárcel a cerca de 60.000 prisioneros políticos, incluyendo a todos los periodistas; levantó la prohibición sobre los partidos políticos de la oposición, catalogados hasta entonces como grupos terroristas; se disculpó por la brutalidad policial, y presentó un Gobierno paritario, con la primera presidenta de la historia etíope. “Necesitamos democracia y libertad”, afirmó en su discurso inaugural.

Todo este proceso reformista iba a culminar en las elecciones etíopes más libres, justas y “creíbles” de la historia del país, según el propio Abiy. Programadas inicialmente para agosto de 2020, y retrasadas primero por el covid, después hasta en dos ocasiones más y celebradas en dos tandas por la situación de seguridad en más del 15% de las regiones, las elecciones acabaron siendo más un trampantojo de la esperada transición democrática. El pasado 4 de octubre, Abiy juró el cargo en su segundo mandato para otros cinco años después de asegurar para su partido político 410 de 436 escaños en el Parlamento. Mientras, Tigray sigue siendo escenario de violentos enfrentamientos entre las tropas federales y las fuerzas del Frente de Liberación Popular de Tigray (TPLF) desde hace casi un año. Miles de personas, la mayoría étnicamente tigrinos, han muerto en los enfrentamientos, millones se han convertido en desplazados internos y varios cientos de miles son víctimas de la hambruna, ya que los militares no están permitiendo el paso de los camiones de ayuda humanitaria, según se ha denunciado en Naciones Unidas. Paralelamente, el Gobierno ha detenido o descalificado a partidos y líderes opositores clave en otras regiones del país.

Ahora que ha comenzado su segundo mandato, ¿continuará con la represión en Tigray y otras regiones, avanzando hacia un nuevo líder autocrático para Etiopía, o continuará con su proyecto reformista para una Etiopía democrática, que pasa necesariamente —así es la democracia— con un difícil diálogo con la oposición?

Una visión futurista

Abiy fue un soplo de aire fresco para Etiopía, y no solo por la novedad del primer ministro más joven de toda África (41 años cuando llegó al poder) y el primero de la etnia oromo, sino también por una manera distinta de gobernar y entender las cosas que intentó aplicar. Nacido en una pequeña aldea, hijo de padre musulmán y madre cristiana, en alguna ocasión ha contado que su madre profetizó que sería “rey de Etiopía”. Ha publicado varios libros y textos académicos sobre el poder y la solución de conflictos, que dan una pista sobre su idea de forjar una “unidad nacional” etíope por encima de la miríada de identidades étnicas que articulan el país. “Creo que podremos traer la prosperidad a Etiopía en los próximos 10 años. El único problema es nuestro pensamiento”. En el discurso del Nobel, Abiy hizo referencia al concepto ‘medemer’, que hace referencia a la “sinergia, convergencia y trabajo en equipo por un destino común”. La unidad, armonía, amor y perdón se convirtieron en el sello distintivo de su narrativa política.

Carlos Santamaría*

En uno de sus libros, titulado también ‘Medemer‘, culpa al pensamiento negativo de muchos de los problemas de Etiopía. Un estilo de vida que traspasa también a su manera de entender las cosas: cambiar lo que rodea para que cambie el interior. No se puede crear una Etiopía moderna en medio de una de las capitales más feas (ha crecido brutalmente en los últimos años, siempre hay obras en Adís Abeba) de África.

“Quiero hacer esta oficina futurista. Muchos etíopes miran al ayer. Yo miro al mañana. Este lugar ha pasado del infierno al paraíso”, afirmaba en una entrevista con el ‘Financial Times’, la primera en un medio internacional, y donde ha publicado numerosas tribunas, incluyendo una sobre la necesidad de ‘no dejar atrás a África’ durante la pandemia de coronavirus, una manera de convertirse en “la voz” del continente en los grandes medios internacionales. Volviendo a su oficina: “Esto es un prototipo de la nueva Etiopía. He hecho tantas grandes cosas, comparado con muchos líderes. Pero no he hecho todavía ni un 1% de lo que sueño”, añadía. Abiy tenía grandes planes para Etiopía.

El germen de su propio fracaso

Pero la transición en el terreno no es tan fácil como un simple cambio de mentalidad, y Etiopía arrastra problemas históricos que van más allá de la pobreza. Etiopía acoge cerca de 80 grupos étnicos y 10 estados federados. En un país con tensiones étnicas avivadas por la desconfianza por la concentración de poder y recursos por una etnia u otra, Abiy prometió una visión de una pan-Etiopía que superara la etno-Etiopía. El TPLF, una organización política y militar de etnia Tigray, había dominado la coalición gobernante de Etiopía durante 30 años, después de su papel principal en el derrocamiento de la junta marxista del dictador Mengistu Haile Mariam en 1991, pese a que representan un porcentaje muy menor de las etnias etíopes. Cuando Abiy, de etnia oromo, llegó al poder, emprendió también reformas para apartar de los puestos de poder a figuras del TPLF.

El TPLF acusó a Abiy de intentar diluir el federalismo propio de la constitución etíope y de centralizar el poder en el Gobierno federal y su persona. Cuando se pospusieron las elecciones de agosto de 2020 por el coronavirus, los líderes tigrinos hicieron caso omiso y celebraron sus propios comicios, elevando la tensión. Abiy respondió bloqueando los fondos a Tigray. Poco después, las milicias del TPLF atacaron un puesto militar federal, prendiendo la mecha del conflicto, que sigue encendido a día de hoy.

Foto: Reuters.Foto: Reuters. Foto: Reuters.

En un artículo de opinión publicado en ‘The Economist’ Abiy admitió que el camino de Etiopía hacia la democracia corre el riesgo de descarrilar, culpando a quienes “están acostumbrados a privilegios pasados indebidos”, en alusión al TPLF. Y aquí está la clave: las transiciones desde el autoritarismo hacia la democracia son especialmente frágiles, y muchas de las reformas incluyen el germen de lo que las puede destruir. Estos comentarios son la admisión más explícita de Abiy a las dificultades de mantener unido un país donde la identidad étnica supera a la nacional.

Pero Abiy tampoco ha perdido algunos hábitos del pasado, exacerbados por el poder. Mucho antes del conflicto en Tigray, sus fuerzas del orden han reprimido violentamente numerosas protestas —a veces con centenares de muertos—, se han sucedido asesinatos extrajudiciales, ha ordenado detener a líderes de la oposición y ha acumulado poder y toma de decisiones en su persona.

El Gobierno Joe Biden ha impuesto amplias sanciones a la Etiopía de Abiy, antiguo líder admirado por la comunidad internacional. También ha instado al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial a que congelaran fondos destinados al desarrollo de Etiopía, en un momento especialmente delicado en el que el país quiere reestructurar su deuda, abrir su economía y atraer negocios extranjeros al segundo país más poblado de África (112 millones de habitantes, solo por detrás de Nigeria).

En la encrucijada, Abiy, sin embargo, se muestra esperanzado. En un acto de la pasada campaña, comparaba a los etíopes con los niños que se montan por primera vez en un coche: “Cuando el coche avanza, los edificios y los árboles se van hacia atrás, confundiéndonos. De la misma manera, ahora estamos confundidos porque creemos que es el árbol el que se mueve hacia atrás, en vez del coche hacia adelante. Lo creáis o no, Etiopía, y el sentir etíope, están floreciendo”.

* Este artículo fue originalmente publicado el 21 de junio de 2021, y ha sido actualizado el 8 de octubre de 2021.

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